La primavera es una señora muy simpática, pero también es un poco sinvergüenza si me permitís la expresión. Porque mientras nos regala campos floridos y deseos enardecidos de interactuar con nuestro entorno (de las más diversas manera, ya me entendéis) a la vez nos genera eso tan bonito que son las alergias primaverales, o sea que cuanto más te acercas a tu deseo, más desagradable puede ser la reacción que se produzca. Y moqueos aparte, qué se puede esperar de una estación que igual te dice que te altera la sangre, te acelera el pulso y te estresa de pura hiperactividad, que se inventa aquello de la astenia primaveral, una especie de síndrome que te deja chafado y hecho una piltrafa. Por no hablar del resfriadom que nos pillamos cada año el día que salimos a la calle en manga corta porque ayer sudamos la chaquetilla y precisamente en ese momento cambia el tiempo y nos congelamos. Total, que mucho cuidadito con la primavera, que es muy voluble.
Todo esto venía a cuento porque en la receta de hoy, correspondiente al asaltablogs del mes de abril y extraída de esta del fantástico blog Tartis y Más, utilizamos una fruta típicamente primaveral que también es un poco sinvergüenza: las fresas (en realidad fresones, que es lo que se comercializa) son esas frutas que te llaman la atención en el súper, tan rojas y tan preciosas que no puedes sino llevártelas a casa y en cuanto quitas el plástico a la cestita, empiezas a sacar unas pochas y otras tiesas como madera y te quedas con menos de la mitad que valgan la pena. como con la primavera, hay que andarse con cuidado con las fresas. Hecha esta salvedad (comprad más fresas de las estrictamente necesarias, porque alguna acabará en la basura, inservible) el postre de hoy es de lo más fácil y resultón que ha pasado por aquí. Ya veréis qué sencillito.