A pesar de que en Juego de Tronos los
pesados de los Stark estén todo el rato recordándonos que se acerca el invierno
y aunque últimamente me encuentro esta canción de Mumford & Sons por todas
partes, otra vez este año nos han vuelto a pillar desprevenidos los primeros
fríos. Y cuando llegas helado a casa porque por la mañana has salido con la
misma chaquetilla ligera que ayer te sobraba, te dan ganas de gritar, como en aquel
viejo y emblemático anuncio de los noventa: ¡quiero una sopa!
Pues vamos con una
sopa. Una sencillita y reconfortante basada en un ingrediente humilde entre los
humildes pero lleno de posibilidades: la cebolla. Y sí, puede que te haga
llorar, pero piensa en el momento de cortarla como en un buen descongestionante
y un tratamiento más que contrastado contra los catarros de otoño.
La receta mítica de esta sopa de cebolla acaba
con unos pedazos de pan de hogaza y queso rallado por encima, y gratinada en el
horno. En verdad es tan fantástica como suena, pero hoy la vamos a hacer un
poco más simple y un poco (pero solo un poco) más ligera. Las cantidades que
damos dan para dos raciones competentes, pero el día que la hice yo me la metí
entera entre pecho y espalda y pasé de segundos platos. Pero es que yo soy un
poco tragaldabas.
Como es de origen francés, nosotros le
respetamos la mantequilla, pero se puede sustituir por aceite. Además de esta,
admite muchas variantes. Podéis triturarla o no, añadirle o no el huevo,
ponerle algún tipo de pasta o sémola, jugar con las especias. Podéis añadirle un chorrito de nata o derretirle un poco de queso de untar. Hacedla a vuestro
gusto, pero hacedla. Ya veréis como es una forma estupenda de terminar un día
de invierno.